viernes, 14 de junio de 2013

JULIO CÉSAR




                                         Julio César



(Cayo Julio César) Militar y político cuya dictadura puso fin a la República en Roma (Roma, 100 - 44 a. C.). Procedente de una de las más antiguas familias del patriciado romano, los Julios, Cayo Julio César fue educado esmeradamente con maestros griegos.

Julio César pasó una juventud disipada, en la que empezó muy pronto a acercarse al partido político «popular», al cual le unía su relación familiar con Mario. Se ganó el apoyo de la plebe subvencionando fiestas y obras públicas. Y fue acrecentando su prestigio en los diferentes cargos que ocupó: cuestor (69), edil (65), gran pontífice (63), pretor (62) y propretor de la Hispania Ulterior (61-60).

De regreso a Roma, Julio César consiguió un gran éxito político al reconciliar a los dos líderes rivales, Craso y Pompeyo, a los que unió consigo mismo mediante un acuerdo privado para repartirse el poder formando un triunvirato y así oponerse a los optimates que dominaban el Senado (60).


Busto de Julio César

Al año siguiente, César fue elegido cónsul (59); y las medidas que adoptó vinieron a acrecentar su popularidad: repartió lotes de tierra entre veteranos y parados, aumentó los controles sobre los gobernadores provinciales y dio publicidad a las discusiones del Senado. Pero la ambición política de César iba más allá y, buscando la base para obtener un poder personal absoluto, se hizo conceder por cinco años -del 58 al 51- el control de varias provincias (Galia Cisalpina, Narbonense e Iliria).

El triunvirato fue fortalecido por el Convenio de Luca (56), que aseguraba ventajas para cada uno de sus componentes; pero respondía a un equilibrio inestable, que habría de evolucionar hacia la concentración del poder en una sola mano. Craso murió durante una expedición contra los partos (53) y la rivalidad entre César y Pompeyo no encontró freno una vez muerta Julia, la hija de aquél casada con éste (54).

Entretanto, César se había lanzado a la conquista del resto de las Galias, que no sólo completó, sino que aseguró lanzando dos expediciones a Britania y otras dos a Germania, cruzando el Rin. Con ello llegó a dominar un vasto territorio, que aportaba a Roma una obra comparable a la de Pompeyo en Oriente.

El prestigio y el poder alcanzados por César preocuparon a Pompeyo, elegido cónsul único en Roma en medio de una situación de caos por las luchas entre mercenarios (52). Conminado por el Senado a licenciar sus tropas, César prefirió enfrentarse a Pompeyo, a quien el Senado había confiado la defensa de la República como última esperanza de salvaguardar el orden oligárquico tradicional.


Tras pasar el río Rubicón -que marcaba el límite de su jurisdicción-, César inició una guerra civil de tres años (49-46) en la que resultó victorioso: conquistó primero Roma e Italia; luego invadió Hispania; y finalmente se dirigió a Oriente, en donde se había refugiado Pompeyo. Persiguiendo a éste, llegó a Egipto, en donde aprovechó para intervenir en una disputa sucesoria de la familia faraónica, tomando partido en favor de Cleopatra («Guerra Alejandrina», 48-47).

Asesinado Pompeyo en Egipto, César prosiguió la lucha contra sus partidarios. Primero hubo de vencer al rey del Ponto, Pharnaces, en la batalla de Zela (47), que definió con su famosa sentencia veni, vidi, vici («llegué, vi y vencí»); luego derrotó a los últimos pompeyistas que resistían en África (batalla de Tapso, 46) y a los propios hijos de Pompeyo en Hispania (batalla de Munda, cerca de Córdoba, 45). Vencedor en tan larga guerra civil, César acalló a los descontentos repartiendo dádivas y recompensas durante las celebraciones que organizó en Roma por la victoria.

Una vez dueño de la situación, César acumuló cargos y honores que fortalecieran su poder personal: cónsul por diez años, prefecto de las costumbres, jefe supremo del ejército, pontífice máximo (sumo sacerdote), dictador perpetuo y emperador con derecho de transmisión hereditaria, si bien rechazó la diadema real que le ofreció Marco Antonio. El Senado fue reducido a un mero consejo del príncipe. Estableció así una dictadura militar disimulada por la apariencia de acumulación de magistraturas civiles.

Julio César murió asesinado en una conjura dirigida por Casio y Bruto, que le impidió completar sus reformas; no obstante, dejó terminadas algunas, como el cambio del calendario (que se mantuvo hasta el siglo XVI), una nueva ley municipal que concedía mayor autonomía a las ciudades o el reasentamiento como agricultores de las masas italianas proletarizadas; todo apuntaba a transformar Roma de la ciudad-estado que había sido en cabeza de un imperio que abarcara la práctica totalidad del mundo conocido, al tiempo que se transformaba su vieja constitución oligárquica por una monarquía autoritaria de tintes populistas; dicha obra sería completada por su sobrino-nieto y sucesor, Octavio Augusto.

LOS PENATES





PENATES

Al igual que los lares, los penates eran un par de dioses que protegían los hogares romanos. Se representaban como dos jóvenes, y sus estatuas estaban presentes en toda casa romana. Su nombre tiene la misma raíz que la palabra penetralia, que significa "alacena", de ahí que se conviertan en dioses de la mesa y la despensa. Cuando una familia romana se sentaba a la mesa, el cabeza de familia ofrecía parte de los alimentos a los penates antes de servir a sus familiares. Se creía que en un principio fueron divinidades troyanas, que Eneas llevó a Italia central cuando se estableció allí. Con el tiempo se convirtieron en dioses guardianes de Roma.

LOS LARES


                                           Los lares




Lares romanos


Los lares eran deidades romanas hijos de la náyade (ninfa) Lares y el dios Mercurio cuyo origen se encuentra en los cultos etruscos a los dioses familiares.
La religión de la antigua Roma presentaba dos vertientes: por un lado, los cultos públicos o estatales y, por otro, los cultos privados o domésticos. Dentro de esta segunda vertiente se sitúa la adoración de los llamados dii familiaris o dioses de la familia. Entre estos se encuentran los lares loci, cuya función primordial era velar por el territorio en que se encontraba la casa familiar. Tanto es así, que antes de que la propiedad privada fuese regulada por el derecho, eran los dioses lares los encargados de evitar que los extraños se adentrasen en tierras ajenas mediante, según la creencia popular, la amenaza de enfermedades que podían llegar a ser mortales.
Las familias romanas sentían una gran veneración por los lares, que representaban en forma de pequeñas estatuas. Éstas se colocaban tanto dentro como fuera de la casa en pequeños altares llamados lararia (sg. lararium), donde se realizaban ofrendas o se les rendía oración. En la casas (sg. domus), el larario solía situarse en el atrio, lo más cerca posible de la puerta principal. En el caso de los apartamentos (pl. insulae), el lararium se colocaba cerca de la cocina, aunque en una misma casa podían existir varios y no era extraño que se encontrasen en los dormitorios. Lo que era importante, sin embargo, es que no estuviesen en lugares poco transitados o escondidos, con el fin de que no fuesen ignorados u olvidados.
En los primeros tiempos romanos cada casa tenía al menos una estatuilla, más adelante surge cierta confusión entre éstas y las de los manes, almas de los antepasados muertos.

LOBA CAPITOLINA


                                     La loba capitolina



Loba Capitolina, leyenda de Roma
 

La fundación de Roma tiene su historia más fuerte en la leyenda de Rómulo y Remo. El relato proveniente desde los inicio del Imperio fue desestimado por los científicos del siglo XIX y XX, sin embargo, recupera vigencia con los últimos descubrimientos arqueológicos.
Esencialmente la leyenda relata que un príncipe troyano en huída de la destrucción a manos de los griegos, fundó sobre la orilla derecha del río Tiber una ciudad llamada Alba Longa. Luego de ser sucedido por varios reyes, Numitor fue destronado por Amulio y para evitar que el primero tenga descendencia, obligó a su sobrina, hija del depuesto soberano, Rea Silvia a permanecer virgen como Vestal. No obstante, el dios Marte la embaraza de Mellizos. Para evitar que los niños fueran dañados los dejaron en una cesta a la deriva del río y fueron rescatados y amamantados por una loba.
Rómulo y Remo, así se llamaban los mellizos, luego de unos años supieron de su genealogía monárquica y decidieron dar muerte a su tío abuelo Amulio y restablecer a su abuelo Numitor en el poder. Como agradecimiento les fueron dados territorios en las Siete Colinas donde crecieron. Más precisamente en el Monte Palatino. Allí debieron decidir cuál de los dos sería la máxima autoridad para comenzar una civilización. Entonces, Rómulo trazo un límite con el arado llamado Pomerium y siguió la tradición etrusca de contar los pájaros que volaban en ese momento sobre el territorio y contabilizó 12, mientras que su hermano Remo sólo ubicó 6, por lo que le correspondía al primero la soberanía máxima. Remo despechado, cruzaba la línea delimitada por su hermano, una y otra vez, hasta que Rómulo, conforme al designio de la tradición y al mandato de los dioses, mata a su hermano. El Pomerium marcaría el emplazamiento de la primera muralla de la ciudad, cuya fundación data según la leyenda del año 753 a.C., y el nombre Roma supone un arrepentimiento de Rómulo por el asesinato de su hermano.
Los primeros habitantes eran pastores y campesinos de distintas precedencias que se extendía por las laderas de las colinas y luego por el valle que había entre ellas.
A pesar de la desestimación de la famosa leyenda de Roma, en la cual se sugiere una fundación posterior datable en el siglo VI a.C., se descubrió recientemente que hay resto de 3 murallas de contención de la antigua ciudad y en la tercera se ha logrado establecer como fecha de origen el siglo VII a.C.
Como opción a la leyenda de la loba amamantadora, se supuso en algún momento que una prostituta haya dado de mamar a los mellizos por la forma despectiva latina de llamar a esas mujeres en aquel entonces.

viernes, 7 de junio de 2013

LOS REYES ETRUSCOS






                                Los reyes etruscos







Tramo de muralla serviana, junto a la Estación Termini, uno de los principales vestigios arqueológicos de los reyes etruscos.
Un siglo después de su fundación, el primitivo núcleo de pastores había ido creciendo hasta convertirse en una ciudad digna de tenerse en cuenta. A los cuatro primeros reyes, originarios de Roma, les sucedieron tres monarcas etruscos, de la poderosa familia de los Tarquinios. Por contraste con sus rústicos predecesores latinos y sabinos, los reyes etruscos provenían de una cultura mucho más avanzada, y mostraron a los romanos las ventajas del comercio y la industria.

Tarquinio Prisco

El primero de ellos, Tarquinio Prisco, culto e inteligente, se ganó la voluntad de los romanos mediante dádivas y, dicen que fue el primero en dirigir un discurso al pueblo pidiéndole su nombramiento. Para celebrar su triunfo y contentar a la plebe, organizó los primeros juegos en el actual emplazamiento del Circo Máximo, inaugurando una costumbre que no se interrumpió desde entonces.
Con el fin de reforzar su autoridad se hizo construir un palacio, en el que se mostraba, ante nobles y plebeyos, rodeado de un fastuoso ceremonial. Tarquinio Prisco convirtió Roma en una auténtica ciudad, con calles bien trazadas y barrios delimitados, cuyos desechos se arrojaban al Tíber a través de la Cloaca Máxima.

Servio Tulio

Su sucesor, Servio Tulio, era de origen humilde, pues había nacido de una esclava. Sin embargo, se educó en el palacio de Tarquinio el Viejo y acabó casándose con su hija. Fue un rey querido y respetado, que llevó a cabo importantes obras en la ciudad. Cuando más tarde los romanos llegaron a aborrecer la memoria de los reyes, guardaron siempre el recuerdo de Servio Tulio como un rey bienhechor.
Él construyó la primera muralla de Roma, llamada por ello muralla serviana, de la cual asoman todavía aquí y allá abundantes vestigios. Y reorganizó completamente el ordenamiento político de la ciudad, agrupando a sus ciudadanos no por su domicilio, sino en función de su riqueza. De este modo, impulsó la industria y el comercio, al abrir la carrera política a todos aquellos que, aún siendo de orígenes humildes, hubieran conseguido enriquecerse por sus propios méritos.

EL RAPTO DE LAS SABINAS





                                El rapto de las sabinas




Nicolas Poussin, El rapto de las sabinas (detalle), 1637-38


Para poblar la ciudad recién creada, Rómulo aceptó todo tipo de prófugos, refugiados y desarraigados de las ciudades vecinas, de procedencia latina. La colonia estaba formada íntegramente por varones, pero para construir una ciudad se necesitaban también mujeres. Pusieron entonces sus ojos en las hijas de los sabinos, que habitaban la vecina colina del Quirinal.
Para hacerse con ellas, los latinos organizaron una gran fiesta, con carreras de carros y banquetes, y cuando los sabinos se encontraban vencidos por los vapores del vino, raptaron a sus mujeres. Al regresar a sus casas y descubrir el engaño, los sabinos declararon de inmediato la guerra a los latinos.

La traición de Tarpeya

Antes de partir al campo de batalla, Rómulo encomendó la custodia de la ciudad a la joven Tarpeya, pero ésta, enamorada en secreto del rey de los sabinos, o anhelando una recompensa, prometió al monarca enemigo que le mostraría una vía oculta que conducía al Capitolio (donde estaba la fortaleza latina), a cambio de lo que él llevaba en el brazo izquierdo, en alusión a un brazalete de oro del rey. En efecto, los sabinos alcanzaron la ciudad gracias a las indicaciones de Tarpeya, pero en vez de entregarle su pulsera, el rey sabino ordenó a sus hombres que aplastaran a la traidora con sus escudos, que llevaban, precisamente, en el brazo izquierdo.
Otra versión de la leyenda cuenta que los romanos descubrieron su traición, y que la arrojaron al vacío por un precipicio, que pasó a llamarse la roca Tarpeya, inaugurando así la costumbre de castigar a los traidores a la patria lanzándolos desde ese punto.

Intervención de las sabinas

La ayuda de Tarpeya no evitó que sabinos y latinos se enfrentaran en el campo de batalla. En un momento del combate, en una célebre escena, múltiples veces representada en el arte, las sabinas se interpusieron entre los contendientes, abrazándose al cuello de sus maridos y familiares, para suplicarles que detuvieran la pelea. Pues si vencían los sabinos, ellas perderían a sus maridos, y si vencían los latinos tendrían que llorar la muerte de padres y hermanos. De modo que los contrincantes depusieron las armas y firmaron la paz.
Con esta leyenda ilustraban los romanos que su ciudad había nacido de la unión de dos pueblos: latinos y sabinos, a los que pronto se sumó un tercer elemento: los etruscos, un pueblo muy avanzado, que poblaba la actual Toscana y que poseía importantes intereses comerciales en la región del Lacio.

RÓMULO Y REMO





                                        Rómulo y remo





Romulo y Remo, de Rubens, hacia 1616. Museos Capitolinos



La leyenda de la loba es sólo una de las muchas que los romanos inventaron sobre los fundadores de su ciudad.

Entre la historia y la leyenda

La historia de los orígenes de Roma se pierde entre las brumas de la leyenda. Sus humildes comienzos no debieron distinguirse mucho de los de tantas ciudades de la región del Lacio. Pero con el tiempo, los antiguos historiadores romanos pensaron que la ciudad escogida por los dioses para convertirse en dueña del mundo debía tener un origen heroico, que adornaron con infinidad de leyendas, muchas veces contradictorias entre sí, llenas de dioses y héroes mitológicos.
De hecho, para los modernos investigadores resulta difícil distinguir leyenda y realidad, porque a veces, inesperados descubrimientos arqueológicos sacan a la luz las huellas de personajes y sucesos que parecían meras invenciones legendarias.

Rómulo y Remo

Roma fue fundada, según la tradición, por dos hermanos gemelos, Rómulo y Remo, que, acompañados de bandidos y vagabundos expulsados de sus propias ciudades, decidieron fundar un nuevo asentamiento junto al Tíber. Sin embargo, los dos hermanos no se ponían de acuerdo acerca del lugar en que levantarían su ciudad. Remo prefería el promontorio del Aventino, mientras que Rómulo se inclinaba por la colina del Palatino. Así las cosas, decidieron dejar su disputa al arbitrio de los dioses y -apostados cada uno en su colina-, se quedaron esperando una señal de lo alto.
La mañana del 21 de abril del año 753 a.C., Remo contemplaba el limpio cielo primaveral desde la cima del Aventino cuando divisó seis enormes buitres sobre su colina. Lleno de euforia, echó a correr hacia Rómulo, para anunciarle su victoria. Sin embargo, en ese mismo instante, una bandada de doce pájaros sobrevolaba el Palatino. Seguro de su victoria, y sin esperar la llegada de su hermano, Rómulo cogió un arado y comenzó a cavar el pomerium, el foso circular que fijaría el límite sagrado de la nueva ciudad, prometiendo dar muerte a quien osara atravesarlo.
Pero Remo, enojado por su derrota, lo cruzó desafiante de un salto. Obligado por el juramento que acababa de pronunciar, Rómulo dio muerte a su hermano, que fue el primero en pagar con su vida la violación de la frontera sagrada de Roma.
Esta leyenda encerraba para los romanos una halagüeña promesa: su ciudad sería perfecta y jamás tendría fin, como el foso que rodeaba el Palatino. Pero contenía también una oscura amenaza: la sombra del fratricidio sobre la que estaba fundada planearía como una maldición sobre Roma, en cuya historia abundaron los asesinatos y las Guerras Civiles.

LA RELIGION DE LOS GRIEGOS Y DE LOS ROMANOS











La religión de los griegos y de los romanos


Las creencias religiosas originarias de griegos y romanos se pierden en las tinieblas de los tiempos primitivos. Casi nada sabemos de ellas, y los propios helenos y latinos nada nos han dicho al respecto en sus escritos más antiguos. Pero, como sea que el estudio moderno de las religiones de otros muchos pue­blos ha demostrado que en los comienzos más remotos, en todas partes se creyó en un solo dios, podemos admitir que también fuera así en los griegos y los romanos. Seguramente ellos tuvie­ron al principio una fe monoteísta, y, en su mente, este dios único debió de ser el creador del mundo y del género humano, y lo adoraron y honraron como a un padre. Sólo poco a poco la fantasía de esos pueblos fue creando una pluralidad de dioses y diosas, al sospechar la presencia de seres personales detrás de las enigmáticas fuerzas de la Naturaleza y de la vida. En las más antiguas obras escritas por los griegos, las dos grandes epopeyas del poeta Homero, la Iliada y la Odisea, nos sale ya al paso un gran número de divinidades, a cada una de las cuales se le asigna una esfera de acción bien determinada. Pero esta teología homérica es ya el resultado de una larga evolución.
Según esta concepción, los dioses griegos viven como seres suprahumanos, pero de modo completamente parecido al de los hombres, y se hallan jerarquizados como en un Estado. Si es cierto que reinan sobre la Naturaleza y el hombre, con todo necesitan, como éste, de comida, bebida y sueño, y están aquejados de las pasiones y flaquezas morales propias de la humana naturaleza. Se nutren de ambrosía, el manjar celestial, y beben néctar, la celestial bebida, con lo cual gozan de la inmortalidad, que, no obstante, pueden perder en determinados casos. Considérase a los dioses como omnímodos y omnipotentes, pero esta sabiduría y este poder son distintos para las diversas divinidades y tienen sus limitaciones. Ignoran muchas cosas que ocurren en su inmediata proximidad y, aun queriéndolo, no pueden intervenir en todos los casos. Como los seres humanos, sufren pesares y preocupaciones, no obstante llamarse «libres de cuitas». En figura se parecen también a los hombres, solo que son más bellos y de más noble porte, y con frecuencia tienen talla gigantesca. Su sangre es un líquido más noble que el humano. A las personas se les presentan, ya en su figura verdadera, ya transformados en criaturas humanas, y se les aparecen en sueños, manifestándoles su voluntad por medio de signos milagrosos.
El Estado de los dioses griegos es una copia de la organización social caballeresca de la humanidad en la época homérica. A la cabeza se halla el dios supremo, Zeus, quien convoca a los demás dioses a solemne consejo, de igual modo que lo hace un rey humano con los nobles, y aun cuando su voluntad es decisiva, no siempre es aceptada sin discusión por todos los consejeros. Las asambleas celestiales discurren con frecuencia de modo muy parecido a las terrenales. Con todo, también la voluntad de Zeus está limitada, debiendo someterse a la fuerza del Destino, bajo cuya ley inexorable se halla el curso del universo todo.
Los griegos fijaron la residencia de los dioses en la más alta cumbre de su país, el Olimpo. Allí está su palacio, edificado por Hefesto, el ingenioso dios del fuego. Ura multitud de divinidades inferiores realiza los servicios necesarios. Las Horas guardan las puertas y cuidan de los caballos inmortales de los dioses; Iris, la diosa del arco que lleva su nombre, sirve de mensajera; Hebe, la divinidad de la juventud perpetua, sirve el néctar a los dioses; las nueve Musas, divinidades de las artes y las ciencias, amenizan la compañía en la mesa con sus cantos, y las Gracias, diosas del donaire y la elegancia, las acompañan con sus danzas.
El griego de la época homérica se permitía muchas libertades con sus dioses. Sus rasgos excesivamente humanos no podían inspirarle un gran respeto. Cuando un dios, fuera el que fuera, no accedía a sus deseos, llegaba incluso a odiarlo. Para el griego, el culto exterior se limitaba a oraciones y votos, abluciones y expiaciones, sacrificios y ofrendas. El hombre de la Antigüedad casi no conocía más oración que la impetratoria, que dirigía a los dioses antes de iniciar alguna empresa impor­tante. Oraba en voz alta, de pie y con la cabeza descubierta, purificándose previamente con el lavamanos y rociándose con agua; luego se ponía una corona y cogía ramas envueltas en lana. A continuación dirigía al dios su demanda en términos breves. Las oraciones en acción de gracias eran raras. Otra forma de orar era el voto, por el cual el hombre se comprometía a realizar algún acto compensativo en el caso de que su petición fuese atendida; prometíase a la divinidad un sacrificio o una ofrenda particularmente valiosos. También podía pedirse a los dioses el castigo para los enemigos o gentes mal­vadas, dirigiendo entonces la plegaria en forma de maldición o imprecación.
El acto del culto propiamente dicho era el sacrificio, que podía ser cruento o incruento. Como víctimas se sacrificaban en el altar generalmente bueyes, ovejas, cabras y cerdos y, para realzar la solemnidad, a veces los animales se inmolaban en gran número, caso en el cual se daba al sacrificio el nombre de hecatombe. Los sacrificios incruentos consistían, por lo general, en libaciones, tortas de harina, fruta e incienso. Las ofrendas eran ricos objetos de adorno, que pasaban a ser propiedad del dios y se depositaban en su templo. Muchos templos guardaban valiosas ofrendas votivas en cámaras propias. En tiempo de Homero, el culto divino estaba a cargo de los sacerdotes, si bien, como en épocas anteriores, podían oficiar también los reyes o jefes de familia.
La antigua creencia según la cual los dioses manifiestan su voluntad a los hombres por medio de presagios, exigía la presencia de sacerdotes capaces de interpretar esos agüeros y, a base de ellos, predecir el futuro. De la interpretación de los sueños cuidaban unos adivinos especiales. También se concedía particular atención al vuelo de las aves y a los fenómenos celestes, en los cuales se veían revelaciones divinas. Otro modo de investigar el porvenir era el examen de las víctimas: la disposición de las principales visceras de los animales sacrificados y sus diversas manifestaciones en el curso del sacrificio. Estas investigaciones de la voluntad divina se practicaban especialmente en tiempo de guerra; por eso en el ejército griego jamás faltaba el augur o adivino.
Frente a la exuberancia imaginativa de la religión griega, la de los romanos se caracteriza por su sobriedad y pobreza de fantasía. Los romanos fueron un pueblo de campesinos, y el campesino es amigo de la simplicidad. Pero también es propio del romano un notorio sentido del derecho, lo cual presta un sello particular a su religión. Es muy estricto y puntilloso en sus relaciones con los dioses, y por nada del mundo bromeará con ellos. En consecuencia, concede la máxima importancia a la rigurosa disciplina y al exacto cumplimiento de sus deberes religiosos. Por eso sus oraciones tienen formas bien concretas, que él observa escrupulosamente, y en el ritual de los sacrificios sigue las normas establecidas hasta en los detalles más nimios. Sólo cuando el romano entró en contacto con la cultura helénica y se dejó influir por ella, abrió también el corazón a sus ideas religiosas, y del mismo modo que asimiló el hele­nismo, así también sus divinidades fueron equiparándose a las griegas, perdiendo casi por completo su sello latino y conservando casi únicamente el antiguo nombre romano. Las divinidades antiguas, tan numerosas que puede decirse había una para cada actividad de la vida, fueron pasando casi todas a segundo plano, con excepción de Jano, el espíritu de la puerta de la casa y del año. Tenía dos cabezas; con una cara veía el pasado, y con la otra el porvenir. Era también el señor de la guerra y de la paz. En tiempo de guerra, las puertas de su templo per­manecían abiertas, y al llegar la paz se cerraban, cosa rara en la historia —tan llena de hechos bélicos— de Roma. Entre los romanos desempeñaron un importante papel los dioses Lares y los Penates, espíritus protectores de la familia y el hogar





 

lunes, 3 de junio de 2013

COLISEO O ANFITEATRO FLAVIO






 

Coliseo o anfiteatro Flavio
 
ANÁLISIS



Es el anfiteatro mayor del mundo romano, tiene cuatro pisos y el superior estaba resguardado interiormente por una galería de columnas. Casi en su totalidad está construido con piedra escuadrada; las bóvedas son de mortero. En la planta baja tiene un pórtico monumental del que salen las escaleras que suben a los pisos superiores; una combinación muy hábil de estas escaleras permite la evacuación de los espectadores en pocos minutos.

El exterior se presenta como una sucesión de arcadas colocadas directamente sobre pilastras y sobrepuestas en tres pisos; a cada uno le corresponde un orden arquitectónico distinto: el dórico en el primero, el jónico en el segundo, y finalmente el corintio, únicos elementos dispuestos con finalidad decorativa en una estructura que por sí misma produce un fuerte impacto con la repetición de las arcadas. Y es precisamente el triple uso de los órdenes lo que intensifica este efecto, con la idea de mayor o menor capacidad de apoyo que se relaciona con cada uno de ellos.

La cavea, es decir, el espacio destinado a los espectadores, está también dividida en tres sectores de gradas, que cubren un elaborado sistema de corredores. Bajo la arena, cuyo pavimento era de madera, una complicadísima obra de ladrillo creaba las distintas áreas de servicios, depósitos y establos de las fieras.

En el Coliseo tiene una importancia primaria la definición de los valores estéticos a través de las estructuras sustentantes. Es decir, el arco se convierte en un elemento decorativo, que se inserta con gran coherencia en la articulación básicamente curva de la arquitectura romana, en la que tienen un valor decisivo la bóveda y la cúpula.

Los teatros griegos no poseían exteriores, en cambio el Coliseo tiene un exterior gigantesco. Su decoración estaba especialmente cuidada: además de los órdenes de las columnas, había una estatua debajo de cada arco. La aplicación de estos órdenes cumplía dos funciones: eran una alusión a la arquitectura griega y reducía a escala el edificio, haciéndolo accesible a las personas sin disminuir su gran tamaño (comparado con la inmensa masa del edificio, el individuo se siente muy empequeñecido; pero en relación con el rectángulo definido por las columnas y el arquitrabe que enmarca un arco, pierde el sentimiento de insignificancia). Un ciudadano, pues, podía sentirse parte significativa del inmenso edificio romano y del inmenso imperio que éste representaba.

Enrique Valdearcos Guerrero Historia del Arte

COMENTARIO


La experiencia de ingeniería que adquirieron los romanos en el uso de arcos y bóvedas, y su experiencia práctica en la utilización del hormigón, les permitió crear edificios de formas y dimensiones que los griegos nunca hubiesen podido imaginar. Estas técnicas les permitieron también transformar el teatro griego. Los romanos utilizaron hileras de arcos de hormigón para construir el equivalente a la ladera de una colina sobre el que se apoyarían los asientos del auditorio. De esta manera pudieron edificar teatros en cualquier lugar, incluso en las zonas más llanas del desierto, y los teatros edificados era

Dieron a sus teatros un aspecto unitario y coherente, erigiendo como escenario (scenae frons) un edificio de altura igual a la parte superior del auditorio con el que se conectaba. De esta manera, el recinto semicircular del teatro quedaba totalmente cerrado y las tres partes originalmente distintas del teatro griego.

Los espectáculos que se representaban estaban orientados al público. Los actores daban la espalda al "scenae frons" y dirigían sus discursos a las multitudes que les rodeaban solo parcialmente. No obstante, otras diversiones no tenían esta direccionalidad necesaria e intrínseca; nos referimos a las luchas de gladiadores, a la de hombres contra animales, a la lucha entre animales... Y los recrearon con una forma arquitectónica para satisfacer esta necesidad: unieron dos teatros suprimiendo las paredes de los scenae frontes. El resultado fue un anfiteatro.

El ejemplo más espectacular que conocemos de anfiteatro es el de Flavio en Roma, es decir, el Coliseo, nombre que recibió porque estaba al lado de la estatua colosal de Nerón, destruida después. Fue construido por Vespasiano, inaugurado el año 80, con una planta elíptica de 188 x 156 metros y una capacidad para unos 50.000 espectadores.